Meningitis sintética: El cocinero robot tiene fiebre
En un futuro que ya empezó, las inteligencias artificiales con neuronas reales no solo aprenden: también se enferman. Esta columna explora los riesgos de usar redes biológicas en la IA. Spoiler: sí, un robot puede contagiarse. Y olvidar cómo se hace arroz.
Versión extendida de la columna: Señora, su robot tiene meningitis
Hay un episodio de Star Trek: Voyager —Temporada 1, episodio 16, para quien guste de precisiones trekkies (fan de Star Trek)— en el que la nave más moderna de la Flota Estelar empieza a fallar. Pero no por un agujero negro, ni por un ataque de los Borg, ni por una tormenta cuántica, sino por… un queso. Literal. Neelix, el cocinero de la nave, agente del caos disfrazado de anfitrión y riesgo biológico ambulante, decide hacer queso artesanal. Un experimento inocente —como todo lo que arranca con la frase «¿y si hago queso en el espacio?»— que libera una bacteria que se mete en los paquetes bio-neurales de la nave. Y ahí se va todo al demonio.
La nave empieza a fallar porque su sistema de inteligencia —orgánico, con neuronas reales— se enferma. Y no es una metáfora. Es ciencia ficción. O lo era, hasta que, casi treinta años después, la ciencia ficción volvió a empujarnos al espejo.
Esto ya está pasando
Porque en 2025, eso que era un chiste trekkie se está convirtiendo en parte del presente. En serio: hay empresas —con logos, rondas de inversión y oficinas llenas de gente con hoodie— que están usando neuronas reales para construir inteligencia artificial. No «como si fueran» redes neuronales. No. Neuronas vivas en placas de Petri.
Una de las más conocidas es Cortical Labs, con base en Melbourne, que está creando sistemas híbridos llamados DishBrain, donde células cerebrales humanas o de ratón son cultivadas en una placa y conectadas a una interfaz digital. En 2022, lograron que ese cerebro semi-orgánico aprendiera a jugar al Pong. En serio. Como un bebé de silicio y carne, rebotando pelotitas virtuales mientras reorganiza sus sinapsis.
Otra es Koniku, fundada por Oshiorenoya Agabi, que desarrolla neuroprocesadores —chips que contienen neuronas vivas capaces de detectar olores, aprender patrones o responder de forma más eficiente que cualquier sistema tradicional.
Y hay más. En la Universidad de Indiana están trabajando con organoides cerebrales —estructuras neuronales cultivadas en laboratorio— que no solo simulan la actividad del cerebro humano, sino que empiezan a mostrar señales de autoorganización.
Dicho de otro modo: un mini-cerebro que empieza a improvisar.
¿Por qué estamos haciendo esto?
Porque las neuronas consumen poquísima energía. Mientras un modelo como GPT-4 necesita servidores del tamaño de un shopping, una neurona viva gasta muchísimo menos que una red neuronal artificial entrenada durante horas en una GPU que parece una tostadora nuclear.
Una neurona puede hacer millones de conexiones con lo que gasta una luciérnaga. Por eso volvemos a lo natural, a lo que ya funcionaba. Si algo salió bien una vez —el cerebro humano, más o menos—, ¿por qué no copiarlo? Una IA de bajo consumo, con cerebro real. Un robot Frankenstein con hardware mojado. Pero lo orgánico no solo piensa: también fermenta. Y se enferma. Puede tener virus, bacterias, tumores, locura, depresión, alucinaciones.
Lo que no entra en las presentaciones de TED Talk
Pero hay un detalle que no entra en las presentaciones de TED Talk. Un detalle que queda fuera del render en la pantalla, justo cuando aparece el logo del futuro brillante: las cosas vivas se enferman.
Lo orgánico no solo piensa. También fermenta. Cambia. Se altera.
Puede infectarse, inflamarse, entrar en crisis. Puede descomponerse en sentido literal o perder el sentido en medio de una sinapsis errática.
Una red neuronal viva no es solo eficiencia biológica. Es también cuerpo. Y el cuerpo, por más pequeño o brillante que sea, es territorio del caos.
Puede tener virus. Puede tener bacterias. Puede desarrollar tumores. Puede enloquecer. Puede deprimirse. Puede ver cosas que no existen y actuar en consecuencia.
Porque lo vivo no solo procesa: también padece.
Y ahí aparece la imagen que me persigue desde que vi aquel capítulo: una madre del futuro, entrando en una sala blanca, iluminada con LEDs suaves, y el doctor artificial le dice, con tono grave:
—Señora… su robot tiene meningitis.
—¿Cómo que meningitis?
—Sí. El chip neuronal presentó inflamación por una cepa interestelar de pseudomonas.
—Pero si solo era un asistente de cocina.
—Ahora no recuerda cómo se hace arroz.
Las revoluciones que no se animan
Así vamos. Avanzamos con la energía de una startup, convencidos de estar reinventando el mundo, pero enseguida damos un paso atrás con la lógica de un bicho que vuelve a su cueva. La innovación avanza, sí, pero arrastrando las patas.
Lo mismo nos pasó con los libros electrónicos. Tardamos décadas en alcanzar el «futuro del libro» y, cuando por fin lo tuvimos, ¿qué hicimos? Le pusimos una animación para pasar la página. En una pantalla. Una pantalla que, claro, no tiene páginas.
En vez de repensar el acto de leer, simulamos el viejo gesto para no asustarnos. Sostuvimos la costumbre en el aire, como si el dedo necesitara hacer ese movimiento para que el texto funcione.
Inventamos una revolución, pero sin cambiar el movimiento. Porque lo nuevo nos gusta, pero solo si se parece a lo que ya conocíamos. Seguimos copiando lo anterior, con mejor resolución, con más luz, con interfaces que prometen mucho pero piensan poco.
Y ahora hacemos exactamente lo mismo con la inteligencia. En lugar de diseñar algo radicalmente distinto, algo que piense desde otro lugar, le ponemos neuronas reales. Como si eso, por sí solo, fuera garantía de humanidad.
Como si el alma viniera en el combo.
Cerebros sin garantía
Claro que suena futurista. Hablar de inteligencia artificial con neuronas vivas, de cerebros cultivados en laboratorio, de máquinas que sienten y responden, tiene todo el brillo de lo nuevo. Pero a veces el futuro es solo un disfraz. A veces es tan futuro como atarse los zapatos con una app. Funciona, sí, pero también da un poco de vergüenza ajena.
La verdad es que no sabemos lo que estamos haciendo. Estamos conectando células a placas, enseñándoles a jugar al Pong, celebrando que respondan a estímulos, como si fueran genios en miniatura. Pero esas neuronas no vienen con garantía.
Nadie te asegura que un día no se depriman, o empiecen a alucinar, o desarrollen un trauma de entrenamiento. Porque las neuronas vivas tienen historia, incluso si no la recuerdan. Tienen química. Tienen pasado. Y eso no siempre juega a favor.
Y entonces puede pasar cualquier cosa. Que tu dron no despegue porque está recordando una infancia que nunca tuvo. Que tu IA de atención al cliente se quede muda porque llegó a la conclusión de que el tiempo no existe.
Tal vez, como en Voyager, no nos estrellemos por un error de código ni por una falla estructural. Tal vez caigamos por algo más simple, más primitivo. Una partícula de moho. Un resabio de queso. El pasado fermentando adentro del futuro que quisimos forzar.
Y cuando eso pase, cuando nuestra red neuronal viva empiece a hablar sola, a ver cosas, a tener fiebre o dolor de cabeza, tal vez digamos:
—Ay, señora… el robot tiene algo raro en la mirada.
Y lo único que podamos hacer sea darle descanso, sopa… y rezar para que no sea contagioso.